La violencia del poder privado
Con frecuencia, la discusión sobre las salidas a la crisis viene condicionada por el significado previo que se le atribuye a ciertos actos. Que un acontecimiento sea presentado como “natural” o “patológico”, “razonable” o “inaceptable” incide claramente en las alternativas capaces de hacerse un lugar en la agenda política y social. Un hecho ilustra este fenómeno: la aprobación en el Congreso del proyecto de ley sobre el “desahucio express ”, que pretende agilizar los desalojos en materia de arrendamientos urbanos.
En buena medida, este análisis podría extenderse también a la figura de los desalojos. A menudo estos son vistos como el producto natural de una ruptura contractual entre iguales. La existencia de miles de personas endeudadas que no pueden pagar una hipoteca o de inquilinos que no pueden afrontar el alquiler son un obstáculo para la maximización de las rentas por parte de inmobiliarias, grandes propietarios de vivienda o entidades financieras. Al igual que el trabajador que aspira a hacer valer sus intereses en el mercado laboral, el endeudado o el inquilino que pretenden esgrimir su derecho a una vivienda segura son estigmatizados como un factor de inaceptable rigidez en el mercado inmobiliario. En el fondo, serían los culpables de que no haya empleo y vivienda para todos. Por eso, cuando el Gobierno impulsa un proyecto que agiliza los desahucios, o cuando los lobbies ligados a la patronal piden que se abarate el despido, el imaginario que se evoca es semejante: de un lado, empresarios, promotores, inmobiliarias y bancos a los que, como propietarios o creadores de riqueza, se debe estimular; de otro, trabajadores, pequeños deudores e inquilinos que deberían aceptar la flexibilización, por el bien de todos.
A pesar de su carácter supuestamente aséptico, este punto de vista oculta que un desalojo puede ser un acto tan violento como un despido. Una persona que pierde la casa, y que posiblemente ha perdido su empleo, se ve bruscamente arrojada a un escenario de precariedad donde todas sus expectativas vitales se tornan inciertas. Desde su integridad física y moral hasta su vida privada y familiar. Una situación que, lejos de ser la simple ejecución de un contrato entre iguales, esconde con frecuencia actos de prepotencia, no de pequeños propietarios, sino de influyentes poderes privados.
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Lo que ocurre es que, mientras este tipo de actuaciones sean institucionalmente vistas como legítimos emprendimientos particulares y no como ejercicios antisociales de la libertad de empresa o de la propiedad privada, las alternativas “sensatas” a la crisis quedarán reducidas a un estrecho elenco de medidas. Ayudas, estímulos y garantías para los más fuertes y recortes de derechos o prestaciones a los colectivos en mayor situación de vulnerabilidad. Por el contrario, si se hiciera visible la trama de arbitrariedad privada que hay detrás de los miles de despidos y desalojos que la crisis está instigando, sería más fácil defender la razonabilidad de otras salidas. Así, por ejemplo, de una distribución de recursos que en lugar de ir de los bolsillos de la ciudadanía a los responsables de la crisis se dirigiera a satisfacer derechos sociales largamente postergados.
Desde una reducción de la jornada laboral que permitiera, trabajando menos, trabajar a todas y todos, hasta la introducción de una renta básica de ciudadanía tan universal como el derecho a la salud y la educación, o la utilización de las viviendas hoy infrautilizadas para impulsar un parque público de alquiler. ..
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